Capítulo V: "Ella" o qué son siete años en la vida... (Parte 1)



Había tardado mucho en escribir nuevamente. Y es que, inconscientemente, quizá todavía trato de no tocar el tema de esta entrada, a pesar del tiempo transcurrido y de las heridas ya secas y sobre las cuales ha crecido nueva piel. Aunque las marcas, las cicatrices siempre quedan y nos acompañarán hasta la tumba.
Pues bien, como diría Álex, el protagonista de La naranja mecánica, aquí comienza la parte realmente triste de mi historia, por lo que todo lo anterior, si bien patético, no fue más que una brizna de viento en las historias del corazón. 
Sucedió hace más de una década ya. Por ese entonces un estudiante atípico y apático empezaba su segundo año de enseñanza media. Tenía dos amigos y sus libros. Tenía largas tardes de largas siestas, de bailar solo con la escoba, de leer tirado en la cama, de comer siempre con la tele como único comensal. Tenía noches de acostarse y esperar un día igual que el anterior. 
Pero un día, el primer día de clases, no fue igual que los anteriores. Una muchacha que no había visto nunca antes estaba en la sala. Venía de otro curso (todos venían de otros cursos) y tenía una melenita negra y gafas. Y durante las presentaciones obligatorias que los profesores sádicos obligaban a hacer, todos debían no solo decir cómo se llamaban, sino además, decir con qué animal se sentían representados y por qué. El muchacho, que con el tiempo también llegó a ser profesor, se prometió nunca hacer semejantes dinámicas con sus alumnos. Pues bien, lo típico: tigres, gacelas, halcones, caballos, dobermans, delfines... pero ella no. Ella quería ser como una gaviota, y tenía argumentos para respaldarlo. Para el muchacho, que ya en ese entonces cultivaba una misantropía y una misoginia de filósofo cornudo, le pareció haber descubierto un tesoro o haber presenciado en nacimiento de una nueva galaxia: toda por descubrir y explorar. 
¿Era la más bonita? No, no lo era. ¿La más simpática? Tampoco. Pero algo tenía irresistible para el muchacho. Algo de Dulcinea cautiva. Algo de diosa griega de la sabiduría. Algo sublime e inalcanzable. Un misterio, un abismo, una sima: al fondo se hallaba ella. Y el muchacho empezó a pulir su armadura y a quitarle el hollín a sus armas. 
Pero el rescate, la batalla estaban ya perdidos desde siempre. No había necesidad de dragones torvos en la historia. El peor enemigo del muchacho fue él mismo. Auspiciado por las descabelladas historias que leía en los libros y su complejo de inferioridad genético, nunca se sintió digno de ella, la "dulce soberana de su cautivo corazón..." y empezó a sufrir el delicioso dolor del amor no correspondido, el autocomplaciente ejercicio de escuchar canciones y pensar y sufrir y escribir disparatados poemas que no bien están terminados, son destruidos por un cándido pudor adolescente. El muchacho jamás había tenido una certeza tal como aquella: la amaba. La amaba y solo verla todas las mañanas le bastaba para seguir levantándose todas las mañanas. Le bastaba ella en la sala de clases para ir haciéndose más "digno" y subir las notas para ser más como ella. Y llevarle la mochila, regalarle un lápiz, invitarla al cine sin más propósito que disfrutar también un sábado de su sonrisa. El muchacho nunca más en su vida volvería a sentir algo tan puro como ese amor sin contaminación, sin deseos de piel, sin pasiones de noches y baile... solo amor quijotesco... solo pérdida de tiempo.
Y se hicieron amigos, y pasaron los años. Ella salía con él, él salía con ella y no existían otras mujeres en el mundo. Pero nunca dijo nada. Nunca osó tomar su mano. Nunca osó clavar su pupila en la de ella. Aunque todo el mundo lo sabía, aunque todos se daban cuenta con solo mirarlo; él no dijo nunca nada. Ella tampoco. 
Y así se terminó el colegio. Solo quedaban una semanas y ella le dijo que se iba al extranjero a vivir y a estudiar después de la Prueba de Aptitud. Y él acusó recibo con un dolor como una puñalada en el vientre, pero aún así no dijo nada. Como no dijo nada cuando ella le dijo que vendría con un amigo como acompañante al baile de graduación. Y el muchacho se dejó convencer por los amigos y una amiga de ir igual, aunque solo fuera para verla por última vez. Pero, ¡milagro!, ella se soltó de su acompañante y bailó toda la noche con el muchacho, que no sabía bailar, pero fingía que era Fred Astaire porque ella era en ese momento Ginger Rogers, y el patio del liceo era un salón y el discjockey era una orquesta, y el vestía esmoquin y ella un vestido largo y brillante. 
Y él, por primera y acaso única vez, puso sus manos en su cintura y ella sus manos en su espalda. Y él estuvo tan cerca que sintió el olor de su piel, más allá del jabón y las lociones. Era el momento, el ahora o nunca... mas, ¿Para qué? ella se iba en tres días para no volver... qué sentido tenía alargar la agonía. Terminó el baile, se despidieron como amigos y con promesas de escribirse, y ya con el cielo clareando ella se marchó.
Al muchacho le quedó solo una foto de recuerdo. Ella en su vestido verde y él con ese traje mal hecho y esa corbata horrible que se puso. Después de mucho meditarlo, la quemó, como modo de exorcismo. Total, en marzo comenzaba una vida nueva en la universidad y allí quizá si encontraría el amor.
Pero solo habían pasado tres años de esta historia.

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