En las sombras



"De otro. Será de Otro. Como antes de mis besos".
Pablo Neruda, Poema 20. 

A la mitad de la estrecha galería, se encontraban casi ocultas las escaleras. Eran de "caracol", sucias y mal iluminadas. Mientras descendía, podía percibir con más intensidad el compuesto olor que subía desde la oscuridad a la que él bajaba. Un olor a encierro y humedad... un olor a cigarro y sudor, a multitud. La música se intensificaba también. Ritmos bajos hacían vibrar los escalones. 
Una vez hubo llegado al subterráneo, contempló nuevamente la galería hacia arriba. Ese centro comercial como tantos se construyeron en el centro, una espiral, un "caracol", donde la mayor parte de los locales estaban cerrados, y solo unas cuantas peluquerías se mantenían funcionando. Eso arriba, a la luz, a la vista de las honestas personas que transitaban por la calle, porque abajo, abajo, en lo oscuro, otro tipo de negocios sí funcionaban y prosperaban, lejos de la luz, a la sombra, precisamente, gracias a las sombras que habitan dentro de los hombres.
Contra un muro negro, se apoyaba el cartel del local. En él, la fotografía de una mujer semidesnuda de grandes pechos se mostraba sugerente. En el muro, una puerta de vidrio parecía ser la única imperfección en la negrura; sobre ella colgaba un letrerillo de letras blancas que decía abierto.
"Qué hago aquí". Se preguntó entonces. Tuvo la intención de escapar, pero vio que tras él llegaban otros dos hombres y se sintió obligado a pasar. Solo entonces recordó que aún apretaba en el puño de su mano derecha el papelito que lo invitaba a disfrutar del "Sensacional Show de las más bellas señoritas de Santiago". Mientras caminaba por la calle, un hombre le había entregado el papel y le invitaba, fervientemente, a asistir al show. No era primera vez que le entregaban volantes como aquel, y como siempre antes, pensó en seguir caminando y hacer caso omiso, pero aquella tarde se sentía particularmente triste y miserable. Miró la fotografía en el volante y se dijo ¿Por qué no? Estaba solo en el mundo. A nadie debía cuentas o explicaciones, salvo a él. Y a Dios, pero pensó que hacer algo que molestara a Dios le causaba una malsana alegría, como si con eso pudiera desquitarse un poco de la rabia que tenía acumulada en el pecho y la garganta. 
Solo dos mil pesos le costó entrar. Una vez dentro, le costó acostumbrar la vista a las luces verdes y rojas que proyectaban algunos focos cenitales sobre la sala. Las paredes, piso y techo estaban pintadas de negro. El humo era gran parte del aire que había. Lo primero que le llamó la atención, fue la gran cantidad de hombres que había. Muchos más de los que imaginó. Jóvenes, viejos, oficinistas, estudiantes, vestidos con elegancia o con estrafalario gusto. En el centro del salón, bajo una bola de espejos, una mujer desnuda bailaba sin ganas ni ritmo los compases de una reguetón tan sinsentido como todos. No pudo determinar la edad de la mujer. Era evidente que había sido muy bella en otro tiempo, pero ahora se veía triste mientras movía el cuerpo intentando despertar el libido de los asistentes. No tardó en ser reemplazada por otra mujer, una muchacha, que con los mismos movimientos mecánicos empezó a bailar, intentando sonreír mientras se quitaba la poca ropa que la cubría.
Lo sacó de su observación una muchacha que se plantó frente a él y le hablaba. Tenía puesto un bikini plateado que hacía esfuerzos por contener el enorme poder de sus pechos que pugnaban por salir. Era claramente más joven que él y muy bella. Le hablaba pero él no podía escucharle por el enorme ruido que los envolvía. Mientras le pedía que le repitiera el mensaje, un joven lleno de brillantes aros en las orejas, la tomo del brazo y la llevó con él, entre risas de ambos. Cuando miro a su alrededor, descubrió que otras veinte o treinta jóvenes como la anterior, se movían por la sala, entre los hombres, conversando con ellos, abrazándolos, bailando o riendo. 
Hasta ahora, nada era como lo imaginaba. Quizá influido por las películas que había visto, creyó que encontraría un lugar parecido a un pequeño teatro, con asientos, donde él simplemente se sentaría a ver mujeres bailar. Pero aquello era más parecido a una discoteca, solo que las mujeres vestían muy poca ropa. 
Comenzó a moverse, para buscar la salida. A sus ojos, todas las mujeres eran hermosas, lo que le provocaba su habitual problema de inseguridad ante ellas. Mientras caminaba, algunas lo seguían con la vista y le sonreían, le guiñaban los ojos, le dedicaban besos a lo lejos. Llegó hasta una pequeña mampara que no permitía ver lo que ocurría allí desde la entrada. Aquí la fiesta parecía ser más fuerte. Varios hombres tocaban sin el menor pudor a las muchachas, que no ofrecían resistencia, sino por el contrario, los ayudaban. Se revolcaban contra sus cuerpos, los abrazaban, los besaban. 
Bajó la vista rápidamente, presa de una especie de vergüenza atávica al contemplar lo indebido. Pero entonces, a contraluz, divisó una silueta que le resultó familiar. Una muchacha delgada, una melena corta, un rostro de pómulos amplios. No podía ser ella, estaba seguro, pero sintió como un cuchillazo helado en el vientre. No era ella, pero se le parecía tanto que bastó para que el mundo le diera un vuelco de repente.  
Se refugió en el rincón más oscuro y solitario que encontró. Desde allí continuó mirándola. Viendo como era tocada por otro, besada por otro, en un frenético baile de miembros que se movían con rapidez y desesperación. Sentía dolor. Sí, dolor. Un absurdo dolor de imaginar que aquélla era ella; un absurdo dolor al constatar que ése no era él. Por primera vez, por primera vez en tanto tiempo, comprendió que, en distintas formas, en circunstancias diferentes, aquello sí pasaría. Que otros labios la besarían. Que otras manos la acariciarían. Que ella, que tanto lo amó, le entregaría su cuerpo y su alma a otro, como antes a él. Comprendió, no sin un egoísta dolor, que aquello era el cause natural de las cosas. La había amado. Ella lo había amado también. Pero llegó el fin para ellos. Y el tiempo, más temprano que tarde, se encargaría de volver a poner las cosas en su sitio.
Lágrimas empañaron sus ojos. Las enjugó, y cuando levantó la vista, la muchacha ya no estaba en el lugar. La buscó hasta encontrarla en el otro extremo. Con un pequeño espejo en la mano, se miraba mientras se ordenaba el cabello de la melena. En el reflejo del espejo, descubrió la mirada y se volteó sonriendo. 
Él intentó hablar, pero las palabras nunca llegaron a salir de su boca. Ella le preguntó entonces "¿Me quieres invitar una bebida?" Y él asintió con  la cabeza. Ella le dio un precio y él le dio un billete. Ella lo tomó de la mano y lo condujo hasta el otro lado del salón, al mismo sitio donde estaba con el otro hombre. Comenzó a bailar, y él no pudo evitar apartarse un poco. Ella lo notó y se dio vuelta, mirándolo extrañada. "¿Qué pasa, corazón?". Le dijo. Entonces, por fin, él sacó la voz y le preguntó "¿Puedo abrazarte?". "Claro, corazón", respondió ella. Y la abrazó. Veinte, treinta segundo. Solo un fuerte abrazo que la desconcertó un poco. Luego, la beso en la mejilla y sin hacer o decir más, se dio media vuelta y salió del lugar, por una pequeña puerta que decía escape. 
Subió corriendo las escaleras, respirando a bocanadas el aire que le faltaba. Afuera todavía había luz de sol. La gente caminaba igual que siempre, en todas direcciones. Caminó hasta que llegó a una pequeña plaza junto a la estación del metro. Compró una botella de agua en el kiosco y se sentó en uno de los escaños. Bebió la botella mientras oscurecía. Permaneció así, en silencio, sentado hasta que los faroles encendieron, hasta que se hizo de noche, hasta que el kiosco cerró. Permaneció mirando el horizonte, absorto, hasta que un guardia comenzó a cerrar las puertas de la estación. Entonces, corrió para alcanzar el último tren de la noche.

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