"No demos al dolor más territorio"*


La noche había sido larga. La mujer se había quejado toda la noche. Trataba de disimular su dolor, de controlar sus estertores angustiantes, pero toda su agonía era inmensamente superior a sus pocas fuerzas. El viejo no durmió. No podía hacerlo hacía días. Apenas algunos leves períodos de sopor, en que se veía inmerso en oscuros sueños, pesadillas más bien. Cada vez que los ahogos se hacían imposibles de disimular, tomaba la mano de su mujer con fuerza, la sostenía e intentaba tranquilizarla, respiraba con ella, le entregaba toda la calma que le era posible. 
Con los primeros rayos de sol, el viejo se levantó con suavidad. La mujer parecía haberse dormido, a pesar de seguir respirando con dificultad. Rengueando llegó al baño. Mientras se lavaba la cara, se quedó mirando en el espejo. No era él. No se reconocía bajo las profundas arrugas, los pliegues, el escaso pelo blanco. Sus ojos ya no tenían color definible y, a decir verdad, de poco le servían sin unos gruesos anteojos. Había evitado toda la noche intentar orinar, pero ahora no le era posible seguir postergándolo. El imperioso deseo de hacerlo ya le era doloroso, aunque el sabía que el dolor que sentiría al intentar hacerlo, no se equipararía a nada que hubiese padecido antes. Apenas consiguió entre lágrimas y sudores botar unas gotas oscuras. Sentía tanto dolor que pensó que ahí mismo se desmayaría, pero consiguió aguantar. Diez minutos sentado sobre el excusado tardó en reunir las fuerzas necesarias para volver a caminar. 
En la cocina tomó desayuno. Un trozo de pan añejo tostado, remojado en café instantáneo. Luego, con sumo cuidado, fue montando en una bandeja redonda y de madera el desayuno de su esposa. Un marraqueta tostada, pero fresca. Una lámina de queso y otra de jamón. Un potecillo de mermelada de damascos y un tazón de té bien cargado, endulzado con una cucharada de miel. 
No sin un grande esfuerzo lo llevó hasta el dormitorio. Sobre la cama, su mujer yacía despierta, con los ojos enormes y acuosos, elevando arrítimicamente el pecho, señal inequívoca de que acababa de experimentar otra más de las atroces crisis respiratorias.
"Estás bien" preguntó el viejo, a lo que la mujer solo asintió con un gesto leve de la cabeza. Valiéndose de toda su fuerza y de muchas almohadas, consiguió sentar a su mujer en unos ochenta grados. Luego, colocó una pequeña mesita con ruedas frente a ella y sobre ésta la bandeja con el desayuno. La mujer casi no comió nada. Apenas podía mover  los brazos y sorbía el té gracias a una pajilla que el viejo colocaba amorosamente en sus lábios amoratados. 
"Coma algo más", le sugirió el hombre. Ella solo lo miró, con una mirada dura, como diciéndole "¿Te parece que estoy de ánimos?". Él no insintió más. Retiró al mesa y la bandeja, y comenzó a asear a la mujer. En una jofaina enlozada mojó una esponja que fue frotando por el cuerpo de su mujer. Un cuerpo prácticamente inútil, apenas una cárcel. Un saco de piel áspera y escarada, un atado de huesos. El viejo intentaba no pensar, y, sobre todo, intentaba no recordar el pasado, el cuerpo joven, la piel tersa, los senos turgentes, los pezones rosados, el pubis como una flor. Al igual que él, ella ya no era ella. Ambos ya no eran ellos. 
Cuando hubo concluido, se puso de pie para llevarse las cosas a la cocina, pero entonces la mujer lo tomó por la muñeca derecha. Lo sorprendió la fuerza de la presión que ella ejerció sobre sus huesos. La miró extrañado a los ojos, casi asustado. Ella le clavó la mirada, casi con furia y dijo, lentamente pero con una voz profunda y clara: "Por favor, Mario".

¿Cuántas veces se había repetido una escena similar a esta en el último año? Generalmente, el viejo se espantaba ante la idea y solo exclamaba un "Por Dios, mujer, cómo se te ocurre". Lo habían discutido muchas veces y él siempre se negaba. "Estás loca", le decía. "Nunca podría hacerlo", le decía. Pero esa mañana fue distinto. Solo se soltó y no le respondió. Volvió con rapidez a la cocina y dejó las cosas sobre el lavaplatos. Luego, caminó con decisión hacia el closet que estaba cerca del zaguán. No tuvo que buscar mucho para encontrar los tiros y la vieja escopeta de caza. Extrajo solo cuatro cartuchos. Dos para cada disparo. Cargó el arma con los dos primeros y caminó hacia el dormitorio.
"Cáncer de próstata mi huevos" se dijo en voz baja.
Al verlo entrar armado su mujer intentó incorporarse, pero era algo absurdo en su estado. Sin embargo, le esbozó un leve sonrisa al tiempo que que le dijo, simplemente "gracias". El se acercó, le quitó las almohadas que la mantenían sentada y le besó la frente. Ella le cogió la mano y, por primera vez en mucho tiempo, él sintió que estaba tibia. Luego, con un tierno cuidado colocó una de las almohadas sobre la cabeza de la mujer, evitando en todo momento verla a la cara. No era ese el recuerdo que deseaba conservar de ella, aunque solo fuese por un minuto. "Nos vemos", alcanzó a oir. No le contestó a la mujer. El corazón lo comenzaba a traicionar, las lágrimas empezaban a acumularse en sus ojos. 
Con la mayor rapidez que le fue posible, hundió el cañón sobre la almohada, hasta que sintió que la blandura se hacía firme. Entonces, y a pesar del tremor de su índice, consiguió desplazar completamente el gatillo. 
Apenas se sintió el estallido de los dos cartuchos. El olor de la pólvora inundó todo el ámbito de la habitación. El viejo se quedó sentado sobre la cama unos minutos, intentando acompasar su respiración. Vació los tiros percutados sobre el suelo, y justo cuando comenzaba a extraer del bolsillo los otros dos, escuchó algo que le heló la sangre. Desde la puerta de entrada a la casa, la voz de su hijo mayor lo llamaba. "Papá". 
No había tiempo que perder, pero el viejo estaba demasiado nervioso. Dejó caer los tiros al suelo. Se puso de rodillas a buscarlos, más a tientas que por la vista. "Papá" seguía llamando el hijo desde la cocina. Encontró solo uno. Suficiente. "Qué es ese olor, papá" preguntaban desde el pasillo. Se acercaba y el viejo no conseguía cerrar aún la escopeta. "Papá, qué olor es ése" Estaba ya por abrir la puerta. La escopeta ya estaba cargada. La puerta se abrió lentamente.


* Soneto XCII, Pablo Neruda

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