Parafina, Atenea y las palabras no dichas




Probablemente fuera la noche más fría del año. Era el primer domingo de julio y no había mucho que hacer. Dormir bien tapado, ver televisión o leer. De salir a la calle ni hablar. Había aún un poco de sol, sin embargo el aire helado calaba los huesos. La vieja y fiel estufa Sindelen había estado encendida durante todo el día. La sola vista de su anaranjado corazón parecía dar una sensación cálida y tranquilizadora. Sin embargo, no fue nada tranquilizador constatar que la aguja del indicador de combustible estaba ya casi en cero. Salió al patio, no sin estremecerse por el frío que lo rodeó, sólo para comprobar que el bidón estaba también vacío. Nada qué hacer, o se congelaba o iba a comprar parafina. 
Buscó su billetera y sólo encontró un billete de cinco mil pesos, doblado en varias partes. No había más. Con eso, de todas formas, alcanzaría para algunos litros, los suficientes para una horas más de calefacción esa noche y durante la ducha y desayuno del lunes. Se ciñó la bufanda al cuello y sobre el grueso suéter, el abrigo negro. No encontré el gorro de lana, así que se resignó a salir así nada más. 
Su primer idea fue ir caminado. No eran más de diez cuadras hasta la bomba de bencina, pero el dolor que le produjo respirar el aire helado, le hizo cambiar de opinión. Ya había anochecido y el cielo no dejaba ver ninguna nube, sólo estrellas lejanas, azules y frías. 
El destartalado auto demoró en arrancar. Era necesario calentar un poco el motor para que partiera sin dar tumbos en la marcha. Una capa de hielo cubría el techo y el parabrisas. Con un poco de agua tibia de la tetera consiguió desprenderla del cristal. Finalmente, y con la calefacción al máximo, enfiló hacia la estación de servicio. 
La bomba de combustibles era como todas. Enormes techos iluminados por luz blanca. Había varios autos esperando para cargar bencina, pero había mucha más gente haciendo fila para comprar parafina. Calculó que debían ser como cincuenta personas delante de él. Por un instante pensó regresar a casa y meterse en la cama simplemente echándole una frazada más encima. Pero al recordar la ducha matinal, decidió quedarse. Además, parecía avanzar rápido. 
Después de dos minutos en la fila, comenzó a sentir dolor en la frente. Lamentó de nuevo no haber encontrado el gorro que protegiera su cabeza de la inclemente helada.
De pronto, creyó escuchar una risa conocida. Aguzó el oído... sabía que en algún lugar de su memoria esa risa estaba guardada. Venía de unos puestos antes de él. Ahora podía oír la voz... sí, la conocía, era la voz de ella.
Seis personas por delante de él estaba ella. Había engordado unos cuantos kilos, pero su rostro pálido, sus crespo pelo claro, su bellos ojos color miel seguían iguales. Sus ojos profundos... de Palas Atenea, les decía él. Nunca supo por qué, pero él se imaginaba que así debieron ser los ojos de la diosa.
Su primer impulso fue ir a saludarla, pero se frenó de inmediato. Sintió vergüenza de presentarse así, mal vestido, mal afeitado y con harta más masa corporal de lo que es saludable. Además, sabía que se veía avejentado por las canas prematuras, la miopía galopante y los años de malos trabajos soportando adolescentes cada vez más malcriados. Además, habían pasado tantos años desde la universidad, tantos años desde que se veían y hablaban todos los días, desde que se echaban juntos en el césped a pasar el rato entre clase y clase, conversando cualquier tontería...
Era cierto, nunca habían sido más que amigos, a pesar de los deseos de él, que en secreto la quería, aunque nunca dijo nada. Ella tenía pololo. Después terminó con éste y él la apoyó como pudo en su dolor, hasta que encontró un nuevo novio y él siguió siendo nada más que el bueno e inofensivo amigo de siempre... el cargaba mochilas y libros, el que acompañaba a trámites engorrosos, el que ayudaba en las tareas, sin esperar nada a cambio que no fuese el derecho de seguir circulando por la órbita de la amiga.
Lo último que sabía de ella era que se había casado y tenía dos hijos. Se veía bien, mucho mejor que el común de los casados. Ella hablaba por celular y volvía a reír de tanto en tanto.
Finalmente, decidió acercarse. Casi como un murmullo dijo su nombre y ella lo reconoció de inmediato. Guardó el teléfono celular y lo saludó con un afectuoso abrazo. Olía tal y como la recordaba. Luego, vinieron las típicas preguntas, los cómo has estado, los qué haz hecho, los qué ha sido de tu vida en estos años...
El tiempo de responder y preguntar fue breve. La fila avanzaba rápido. Me casé. Tuve dos hijos. Me divorcié. Me volví a casar, tengo otro hijo. Estoy muy feliz, muy bien. Fue de lo que se enteró él. Nada, trabajando por aquí, por allá. Voy al teatro, al cine, leo. No, no, todavía no he encontrado a la mujer indicada. Sí, pololeé varios años, pero no resultó. Así es la vida. No, bien, no problem. Me da mucho gusto. Fue de lo que se informó ella.
Llenó un bidón de 20 litros. Me dio gusto verte. Ojalá nos encontremos otra vez. Un hombre corpulento envuelto en una parka negra se acercó. Mi marido. Hola. Hola. Mucho gusto. Luego, el marido tomó el bidón, ella tomó su mano y ambos subieron a una camioneta estacionada casi al lado del surtidor. Desde lejos ella volvió a despedirse. Chao. Ojalá nos volvamos a ver. Él le hizo un gesto de adiós con la mano y le dijo Siempre hay que volver por parafina. Se alejaron...

Mientras vertía el combustible en su estufa, una vez ya en casa, él pensó en qué se sentiría encender la estufa para dos. Pensó en esas vidas como la de su antigua amiga. Hijos, ropa por planchar, alguien con quien pasar el frío en un abrazo en la cama. Pensó en cuán diferente era su vida de cómo la imaginó cuando joven. Pensó en la importancia de decir las cosas y, quizá por primera vez en su vida tuvo la profunda y demoledora conciencia de que unas pocas palabras suyas, dichas a su tiempo, podrían haber modificado su historia tanto... tanto. Su cabeza dolía. Mejor acostarse temprano. Mañana sería otro día.

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