Los fantasmas de las Navidades pasadas.

 




Por ahí escuché o leí, no sé en realidad dónde, que tomamos real consciencia de envejecer cuando la vida deja de darnos cosas y comienza a quitárnoslas a un ritmo paulatino, pero creciente. Las cosas, los momentos, las personas, sencillamente se van, nos dejan o las dejamos partir. 

Mucha razón tiene San Pablo en su más conocida epístola al señalar ese cambio en el ver la vida que se tiene siendo un niño y en el posterior ya siendo un adulto. La Navidad es un claro ejemplo de esas visiones contrapuestas en el mirar. Hoy, cuando la nostalgia me acecha en todas las esquinas y me gana en todas las misiones, no puedo dejar de pensar en esas Nochebuenas y Navidades de antaño, en que el mundo eran luces centellantes en noches calurosas, con olor a pan de pascua y canela; árboles de plástico, papeles multicolores y, por sobre todo para mí, la familia.

Los 24 de diciembre empezaban temprano. La limpieza y el orden de la casa debía efectuarse con prontitud. El sol decembrino se colaba desde temprano por las ventanas y para mis ojos de niño, parecía conferir un brillo diferente a todas las cosas. En ese entonces, la televisión y la radio tenían programaciones especiales y solo podía ver películas navideñas, ninguna más nueva que la década de 1980, salvo en la noche, en que era o Ben Hur o Santa Claus la película, que más me recuerda la dictadura que la Navidad, pues era el fetiche navideño de TVN en los 80. Ya en los noventas, Mi pobre angelito se volvió un clásico. Se almorzaba algo más bien frugal, generalmente una sopa y a esperar la noche... 

Mis abuelos venían a nuestra casa y solían llegar por la tarde. Los íbamos a buscar con mi hermano a la bajada de la micro, en el paradero 29 de Concha y Toro. Recuerdo esas micros destartaladas y "enchuladas" del recorrido "Ovalle Negrete", que posteriormente seguirían igual de destartaladas y enchuladas, pero pintadas de amarillo y con el número 165 en su identificación. Tanto mi tata como mi abuela se vestían acorde a la situación: formales y elegantes en lo posible. En mi memoria aún visualizo los vestidos floreados de la abuela y los trajes claros de mi tata y sus zapatos café, siempre rigurosamente lustrados. Traían bolsas con cosas para comer o beber y, por supuesto, regalos.

Muchas veces mi tío Omar se sumaba a la cena. Siempre me hacía bromas pesadas y todos se reían, hasta yo, con el tiempo. La abuela cortaba generosas rebanadas de pan de pascua y repartía el cola de mono que preparaba con una dedicación marcial tanto para la Navidad como para el Año Nuevo. En la mesa colmada, ensaladas, bebidas y los platos de ocasiones especiales.

Acabada la cena y ya cerca de las doce, venían los regalos y los abrazos. Afuera, en la calle, se llenaba de niños y adultos estrenado sus nuevos juguetes: la bicicleta, la pelota, las muñecas, el camión Goliat, o la chuchería de moda de ese año. Ya cerca de las dos el mundo volvía a estar en paz. Los abuelos dormirían  hoy con nosotros. En la mañana, el tata salía a pasear con mis hermanos y yo. Mi abuela, a pesar de mis quejas y las de mi papá, haría un nuevo almuerzo con las sobras de la cena y mi tío partiría a visitar a mi primo. Era Navidad y en el horizonte solo se veían Navidades futuras, en que siempre mi tata no llevaría a pasear, mi abuela prepararía cola de mono, mi tío bromearía con nosotros y mis padres no acostarían por las noches.

Mi abuelo partió en un abril. Mi abuela y mi tío, con un año de diferencia, en diciembre. Mis padres han llegado a una edad que jamás de los jamases pensé tendrían. Yo, hombre inútil, no fui capaz de formar una familia y la mujer que alguna vez tomó mi mano, hace mucho ya que estrecha la de otro. El sol de diciembre ya no le confiere un brillo especial a las cosas ante mis ojos, solo un insoportable calor. La gente, como en una película de ciencia ficción distópica, camina con mascarillas por las calles y las autoridades nos piden evitar los abrazos y las reuniones. El mundo está por dar otra vuelta alrededor de sol y ahora solo somos cuatro en la mesa. Pero la verdad ahí están mis abuelos. Junto a ellos mi tío. Mi hermana ha traído al mundo el milagro de un niño y, cuando lo veo reír, por una milésima de segundo veo a la risa de mi tío. Y, a veces, cuando miro a mi mamá a lo lejos veo a mi abuela que vuelve de la feria y, cosa extraña, cuando veo mis manos que nunca han tomado un martillo o un serrucho, veo de todas formas la manos hábiles de mi abuelo. Y mis padres, en un súbito y mágico momento, rejuvenecen un segundo mientras caminan juntos al control médico. 

¿Qué es el tiempo? ¿qué es la memoria? Qué es la nostalgia sino la alegría decantada que guardamos en frasquitos para que el corazón nos dé unos bien llorados latidos mañana.

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