O santas y vírgenes o malvadas y putas.




Como primera entrada de este nuevo blog, quisiera aclarar cuál fue la visión de las mujeres que tuve durante gran parte de mi vida. Estoy seguro que muchos hombres también experimentaron una visión parecida de las mujeres, pues a pesar de la leyenda negra que se ha hecho a nuestro género (la que señala que no somos más que neardentalhes incapaces de pensar en otras cosas que comer, beber cerveza, mirar fútbol y fornicar) estoy seguro que hay sentimientos más profundos en algunos hombres (porque, realmente, hay otros que son neardentalhes).
Pues bien, de modo muy resumido, podría decir que desde muy pequeño yo dividía y clasificaba a las mujeres en dos grandes grupos: las buenas y las malas, lo que en resumidas cuentas significaba: las santas, las vírgenes; las inalcanzales.  Por el otro lado, las brujas perversas, las prostitutas; las peligrosas que había que mantener lejos.
Obviamente estas concepciones no surgieron en mi tierna mente adolscente de la nada. Toda nuestra cultura nos las va grabando a fuego lento en la cabeza. En el fondo nos va traumando y, hasta cierto punto, no hace bastante mis misóginos. Desde las edulcoradas películas de Disney hasta las hagiografías de la catequesis nos fueron mostrando esta supuesta dualidad entre las mujeres. La familia y la literatura realizaron también su contribución abundante en esta materia.
Así, en la primera categoría colocaba a la Virgen María, mi mamá y mi abuela, mis profesoras, todas las princesas de cuentos y cualquier mujer de la que me enamorara, mientran que en la segunda categoria estaba prácticamente el resto de las mujeres del mundo. Con esta clasificación, resultaba casi evidente mi fracaso en las relaciones con el sexo opuesto. Y así fue.
Esta concepción de las mujeres me acompaño en todo el liceo, trayéndome nefastas consecuencias incluso a futuro. Pero en la universidad empezó a cambiar.
¿Y cómo no? De pronto me vi rodeado de mujeres. Muchas mujeres. Bonitas, inteligentes, con perfumes que me desconcertaban. En la enseñanza media, las mayoría de las mujeres con que me relacioné me parecían abiertamente despreciables. Eran superficiales, estúpidas y muy, pero muy promiscuas (esa era mi forma de verlas en ese entonces, aunque no sé si en realidad no era tan así...). Al parecer mi misoginia les resultaba evidente y entretenida, pues no en pocas ocasiones se entretuvieron a costa mía, sentándose en mis piernas, o acariciando mi rostro mientras no me quitaban la vista fija en mis rostro, para comprobar como se me subían los colores. En una ocasión, en educación física, una de ellas se sentó en mis piernas y fue tanto mi descontrol y desesperación, que hice volar a la pobre como tres metros al salir corriendo del gimnasio. Mis compañeros se divertían de sobre manera con esto, está de más decir.
Mas en la universidad, mi conocimiento de las mujeres se hizo mucho más pluralista e inmenso, pero no por ello me trajo mejor suerte con ellas. Conseguí disimular lo mejor que pude mi vergüenza y enrojecimiento cuando delante mío -como si yo no estuviera, no importara o fuera UNA más del grupo- hablaban sin pudor de maquillajes, depilaciones más arriba de los muslos, de experiencias sexuales con los pololos la noche anterior o en la mañana de ese mismo día, de condones y anticonceptivos, orgasmos y preferencias de alcoba.
Allí entendí también, que los abrazos para las mujeres son solo eso, abrazos, y que no necesariamente significan nada más. Estaba tan poco acostumbrado a las manifestaciones de cariño que cualquier toma de mi brazo o abrazo para mí siginificaba matrimonio al corto plazo. ¡Qué idiota que era!
Otra cosa importante que aprendí es que las mujeres podían ser tan inteligentes como cualquier hombre, y hablar de cosas importantes. Por fin exorcizaba a los fantasmas femeninos del colegio. Y por fin descubrí también cuánto podían gustarme esas mujeres llenas de misterio. Lamentablemente, ellas me veían como el más inofencivo de los hombres. Por eso, no les importaba hablar de sus más íntimos temas delante de mí. Otra lección bien aprendida: a las mujeres jóvenes les gustan de sobre manera los patanes, los hombres inmaduros y que las hagan sufrir. Por eso, una vez, una amiga proféticamente me dijo: "Mira, Felipe, estoy segura de que cuando tengamos treinta, muchas de nosotras te recordaderemos y nos arrepentiremos de no haber tenido nada contigo, y envidiaremos a la mujer que te atrape". Mmm... no sé si eso será algún día en verdad.
Para terminar, la lección más importante aprendida fue que las mujeres, en su mayoría, no pueden clasificarse entre santas o perversas. La mayoría tiene de ambas cosas. Y se agradece, porque si bien, terminaríamos todos muertos si las mujeres fueran una perversas viudad negras, también sería los más aburrido del mundo si fueran solo como la protagonista sufrida de una teleserie mexicana. A la postre, uno termina agradeciendo esa parte menos moral de las mujeres...

Comentarios

Entradas populares de este blog

"Soy malo porque soy desgraciado"

Los fantasmas de las Navidades pasadas.

Preguntas antes de dormir