Evanescencia cotidiana



Abres los ojos y ya es un nuevo día. Frío como el de ayer. Gris, como ayer. Te incorporas sin ganas, te frotas los ojos y compruebas que estás tan cansado como antes de dormir. Quisieras volver a echarte sobre el tibio colchón, pero no puedes, no debes. Finalmente sales de la habitación...
El agua de la ducha te reconforta. Quisieras abandonarte bajo la lluvia artificial y el vapor que te envuelve, pero sabes que aquello también debe ser breve. Las imágenes del día que vendrá se aparecen en tu mente. Ya tienes problemas antes de que surjan realmente. Ves el espejo y agradeces que esté empañado. No te gustan los espejos, no te gusta verte en ellos. Crees que ya conoces lo suficiente la realidad como para que un trozo de vidrio brillante te eche en cara su reflejo diariamente...
Caminas cansinamente hasta la estación. La gente se atropella por pasar primero, por subir las escaleras, por atrapar un asiento libre en los vagones atestados. Los rieles rechinan, mientras los trenes se pierden uno tras otro, uno tras otro. Parado ahí en el andén, con la cabeza gacha, igual que todos los demás, aunque no quieres reconocerlo, llevas dentro aún una esperanza, una pequeña llamita que todos los días enciende mortecina. Racionalmente quisieras no tenerla, pues quién mejor que tú sabe cómo duele cuando se apaga, aunque, como todo en la vida, el dolor es algo a lo que uno puede terminar acostumbrándose...
Corres con suerte y logras sentarte. Ya te habías comenzado a sumergir en la lectura cuando la ves sentada frente a ti, y la llama mortecina de pronto cobra una brillantez inusitada, porque compruebas que en su belleza  te ha sonreído al verte mirándola como tonto. Y claro, te sonrojas y tu tonta imaginación que siempre va dos pasos adelante de ti, ya comienza a imaginarte caminando de la mano con ella por la playa, conversando en una terraza hasta el amanecer, bailando en un salón...
Tu esperanza se inflama porque cree que tal vez ella será quien te libre de ese dolor existencial de saberte solo, de ese cansancio cotidiano de vivir. Quizá encuentres ese calor que tanto necesitas en las frías noches, encuentres un abrazo, un beso...
Pero nada dura. No has terminado de aprender que una sonrisa en solo una sonrisa, como para muchos un beso, un abrazo no significan nada. Ella no volverá a mirarte en todo el camino, sumergida en la música que sale de sus audífonos. De nada te servirá memorizar sus facciones, sus ropas, el olor de su piel. Aunque se baje en la misma estación, te vuelva a dar otra sonrisa a modo de despedida, se perderá por las escaleras y pasillos, se desvanecerá junto con la luz del exterior al salir de la estación subterránea. La divisarás por última vez caminando con agilidad por Estado, entre la multitud, y se perderá... se desvanecerá igual que su recuerdo... hasta que mañana sea sustituido por otro recuerdo que le dé un poco de luz a esa llamita que se niega a extinguirse definitivamente... 

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