Ramen


A eso de las siete y media, cuando ya está completamente oscuro afuera, sobreviene el hambre. Ya el invierno se ha instalado plenamente en Santiago y todo se cubre de una fina capa de blancuzca y fría humedad. En la oficina, sin embargo, no se siente el frío. La calefacción funciona bien, aunque la blanca luz de los tubos fluorescentes no contribuye generar una atmosfera cálida. Tampoco el hecho de que estás solo en la inmensa oficina. A lo lejos, escuchas el molesto zumbar de la aspiradora que alguna de las señoras del aseo pasa con desgano sobre la alfombra imposible de limpiar. Afuera, los ruidos propios de la ciudad inmensa en que vives: bocinas, sirenas, el sordo rumor de mil voces por todos partes.
Abres el cajón de tu escritorio y encuentras el envase de fideos chinos que dejaste allí hace un tiempo. No es malo. Solo agua hirviendo y tres minutos es todo lo que necesitas. 
Mientras esperas, piensas en que te quedas hasta tarde sin motivo, o más bien, con uno muy específico: no estar en casa. No estar solo en casa.
¡Qué buen invento este! piensas al sentir el olor sabroso del caldo recién preparado. Lo pruebas y compruebas que huele mejor de lo que sabe. Los fideos no se hidrataron muy bien, pues están todavía algo duros, pero para el hambre servirán muy bien. Y la sopa está caliente, ideal para la noche fría. Hay unos cubitos de color café flotando en ella, no se ven muy apetitosos, pero igual los engulles. Qué más da, piensas.
El reloj marca veinte minutos para las ocho. Ya terminaste de comer. No hay más excusas para seguir en la oficina. Ni siquiera trabajo atrasado. Nada. Te colocas el abrigo y la bufanda. Te despides de la señora del aseo con un cortés ¡Hasta mañana, que esté muy bien!, pero no te contesta. Ni te ha oído con los audífonos y la música que escucha.
Afuera, el frío es horrible. Mientras caminas piensas Debo comprar más de esos fideos chinos.

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