Colofón para una historia de (des)amor


Había prometido dar un epílogo a mi sufrida historia de amor narrada en los capítulos V y VII. Me propongo contarles ahora, de una buena vez, que ocurrió después de mucho tiempo.

Muchos años después, frente al monitor de mi computadora, había de recordar la remota tarde en que la vi por última vez. Había vuelto al Pedagógico para realizar unos trámites que me permitieran entrar a estudiar un magíster en literatura en la prestigiosa y elitista PUC. Mientras esperaba en las "cómodas" instalaciones de Asuntos estudiantiles, a lo lejos la divisé. O más bien, sin ser capaz aún de reconocerla a través de sus rasgos, supe que era ella por su forma de caminar. Presa del terror, me escondí tras un pilar y allí permanecía hasta que pensé que el peligro había pasado. Me asomé con sigilo y vi que aún estaba cerca, conversando con unos compañeros, me imagino. Al rato se marchó. La seguí con la mirada y con la esperanza de no volver a verla nunca más... y a la vez con la esperanza de volver a verla alguna vez.
Muchos años después, como dije antes, en una noche lluviosa, estaba viendo una fotos en Facebook. Eran unas fotos de la universidad... y entonces, de súbito, la recordé. Era tan sencillo. Sabía su nombre completo, aún tenía su dirección de correo electrónico y hasta su dirección postal. Solo debía escribir unos caracteres, presionar unas teclas, hacer clic en un botón... 
Mucho rato me debatí entre hacerlo o no. ¿Para qué iba a revivir un pasado tan doloroso? ¡Menos en ese momento! Por fin el tan esquivo amor había llegado a mi vida y una mujer de verdad, no una santa ni una princesa de cuentos, me amaba. Sin embargo, no podía dejar de pensar en que el círculo no estaba completo. La historia no había terminado, porque nunca tuvo un final, al menos no para mí. No como merecía que fuera. 
Escribí su nombre y apareció. Era ella. Su fotografía. Quizá más vieja. Con el pelo largo y sin gafas, dos cosas que en ella me encantaban habían desaparecido: sus anteojos y su eterna melena tipo "Akane Tendo". Pero era ella, sentada en un sofá, mirando la cámara de quizá qué fotógrafo ignoto. "Ella solo comparte cierta información con el resto del mundo. Hazte amigo para ver su perfil completo". Cerré la ventana y me fui a dormir.
Unos meses después, recibí su solicitud de amistad con un mensaje. Algo así como que se alegraba de que ahora fuéramos amigos en Facebook y que así podríamos estar en contacto. Finalizaba con una abrazo de oso para mí. Caí en la trampa, en buen chileno, pisé el palito.
Me demoré varios meses, pero finalmente me decidí y contra todo sentido común y dignidad, le mandé un mensaje preguntándole si alguna vez podríamos tomarnos un café para hablar del pasado.
Mi plan era verla para comprobar cuánto había cambiado yo. Mi apuesta era que sería capaz de cerrar de una buena vez ese ciclo inconcluso de mi adolescencia y juventud. Inclusive pensaba decirle lo que antes sentí por ella, que lo supiera. No quedarme con toda esa podredumbre que fue amor una vez, dentro de mí. También aclarar la verdad de lo ocurrido esa tarde aciaga en que su supuesto agresor me dijo la verdad de ella. Quería saber, después de tanto tiempo, su versión, su verdad. 
Era riesgoso. ¿Qué pasaba si nuevamente volvía a sentir algo al verla? Yo tenía una buena polola que me amaba a mi lado. ¿Valía la pena arriesgarlo por una tontería del pasado? ¿Aunque ésta hubieses durado más de siete años?
Nos encontramos en el metro. No la vi llegar hasta que alguien me tomó del brazo y me saludó con un beso en la mejilla. Era ella... pero no era ella. Lo que sentí estuvo lejos de mis miedos. Sentí un vacío, una oquedad en mi pecho y en mi estómago. Nada había allí ya. 
Conversamos por horas en un pequeño restorán italiano. Hablamos de su vida, de la mía. Recordamos algunas viejas anécdotas. Ella se comió dos helados, yo me bebí más de un café. No se había casado, pero tenía un pololo. Yo le dije que estaba en la misma situación. Pasó el tiempo... "Pasó, pasó. Pasó nuestro cuarto de hora..." No dije nada de lo que sentí. No hice preguntas de lo que ocurrió realmente en el Peda esa tarde. La acompañé hasta el paradero y aguardé que tomara su micro. Desde la ventanilla me hizo un gesto de adiós con la mano y desapareció de mi vista. Yo tomé el metro. 
No era el final que esperaba, pero era un final y eso bastaba.
La serpiente, al fin, había alcanzado su cola.

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