Capítulo VIII: "La muchacha de las zapatillas rojas" Primera parte.



Nunca he sido bueno para recordar nombres. Necesito de bastante tiempo para aprenderlos. Como profesor, entenderá usted, amable lector, más de un problema me trajo esta situación. Sin embargo, mi memoria visual parece ser bastante más efectiva que mi memoria onomástica. Con relativa facilidad recuerdo no solo rostros, sino, además, vestimentas y accesorios de aquellas personas que he conocido alguna vez y que, por los motivos que fueren, han causado en mí gran impresión.
Sucedió de esa forma con ella, el único amor de verdad y completo que alguna vez tuve en mi vida. Su nombre y la mayoría de los detalles me los reservo, quizá por pudor, pero ciertamente también por respeto. Respeto por  alguien que marcó mi vida para siempre. 
Pues bien, la historia comenzó así;
Mientras todavía intentaba recuperarme del shock que me causara mi no correspondido amor de años, que ya conté en el capítulo VII, afortunadamente contaba con el apoyo y el cariño de mis compañeras y amigas de la universidad. En ese tiempo (Y gracias a unos ahorros que había hecho), compré el VHS original de Shrek, película que había visto junto a quien no me correspondió nunca y que, para mí, era una especie de recuerdo latente y divertido del desamor. Lo cierto es que debía hacer un trabajo con una amiga y nos juntamos en su casa. Era un viernes, así que me ofrecí a llevar la película para que la viéramos comiendo pizza, después de terminar el trabajo.
Ella, como buena amiga que aún es, quizá condolida por mi sempiterna soledad y melancolía, propuso invitar a una buena amiga de ella, de quien ya me hablado antes con muy buenas referencias. Por supuesto que acepté sin objeción alguna, aunque sin muchas esperanzas, dicha sea la verdad.
Fue así que la conocí. Fue así que la vi por primera vez. Y tal como aquella primera vez es que la recordaré siempre. Una bonita blusa roja, pantalones blancos y, el detalle que más me gustó, unas zapatillas rojas que me gustaron mucho. ¿Cuántas veces más vería esas zapatillas? Menos de lo que hubiese querido, la verdad. 
Durante la película, me dediqué más a observarla, a ver como reía con energías, a descubrir lo que confirmé en años de películas, su incapacidad de no hacer comentarios durante la proyección. 
Debo confesar que quedé "prendado" de ella esa primera vez. No, no era amor, pero sí me atraía esa alegría desbordante, ese carácter afable, esa simpatía natural; todas cosas de las que yo carecía por completo. 
Y, sin embargo, pasó mucho tiempo -años, tal vez- antes de volver a verla. Mientras, me bastaba con enviarle tímidos saludos a través de mi amiga y uno que otro correo electrónico para fechas importantes.
Me decidí, al fin, a invitarla a salir. Ella era mucho más mujer en relación a lo que yo era hombre. Yo, con suerte era un espantapájaros desaliñado estudiante, mientras que ella vestía bien, se veía bien y trabajaba hacía años. Con todo, igual la invité a salir e intenté "producirme" lo mejor que pude, esto es, lo suficiente paras que no me echaran a patadas por vagancia del cine. 
La primera cita no pudo ser más memorable: me dejó plantado. La esperé cerca de tres horas en la estación Bellavista, hasta que me convenció más el sentido de la vergüenza que la dignidad, de que era suficiente y mejor me dejaba de huevadas y me iba a llorar a mi dormitorio. Claro está que en esa época yo no tenía celular, por lo que no podía ni yo llamarla para pedirle una explicación ni ella para darme una excusa. Como fuese, una vez en casa me enteré de sus llamados y decidimos juntarnos de todas formas en otro sitio. Para demostrarle que no estaba enojado, quemé todas mis naves, y le compré una flor. Una rosa era, quizá, muy comprometedora. Un clavel, demasiado común. Los crisantemos muy fúnebres. Así que me decidí por un Lilium amarillo que me salió un ojo de la cara, pero valió la pena. 
Vimos una película, tomamos un jugo, yo observé lo bien que se vestía, conversamos de cosas intrascendentes, nos despedimos y cada uno a su casa. Volvieron a pasar años antes de una nueva salida. Pero esta vez, las cosas irían más enserio. 
Llevaba dos años trabajando como profesor. Estaba haciendo un magíster en literatura hispanoamericana en la PUC, y seguía tan solo como siempre. Había una fiesta en el colegio... ¿por qué no probar? ¿Qué podía perder invitándola? Ella aceptó. Creo que nunca antes había tenido una noche tan feliz.
Bailamos y bailamos. Daba lo mismo que apoderados, alumnos, colegas nos vieran bailar. Yo, que en mi vida había bailado, bailé de todo. Fueron horas maravillosas. Después, en su pequeño auto azul, me dejó en casa... ¡Su auto azul! ¡Su fiel auto azul! ¡Cuánto viajamos, cuánto reímos, cuánto amamos en él!
Desde esa noche, casi no hubo fin de semana en que no saliéramos, ¡Donde fuera! A tomar algo, al cine, al teatro, a caminar por los parques. Hasta ese momento, solo habían corteses alabanzas entren nosotros. Nada más. Yo, que me iba enamorando, no era capaz de dar un paso más; mis miedos endémicos me ganaban el ánimo. Además, mi escaso (por no decir nulo) conocimiento de las mujeres, no me permitía saber a ciencia cierta, ni siquiera intuir, qué estaba ella sintiendo por mí, a ver si me era posible avanzar más allá.
Finalmente, mi plus ultra vino una fría tarde de invierno. Una tarde de lluvia y niebla. Una tarde que comenzó en el Parque Forestal y concluyó en la cima del San Cristóbal. Una tarde en que dos solteros y solitarios descendieron como pareja de ese cerro capitalino. 
Venía hacía mucho ensayando frente al espejo mis palabras. Incluso escribí varios bocetos. Hice ejercicios de respiración. No quería que llegado el momento me ganaran los nervios ni la tartamudez. Mas todo se fue dando mágicamente. La lluvia, un solo paraguas, el frío. Entonce hablé, no recuerdo qué. Ella me miró. Me tomó la mano y seguimos caminando. En un punto, una especie de plazoleta circular de motivos aztecas, nos detuvimos. Me miró a los ojos, enrojecí. Cerré los ojos y sucedió. ¡Cómo había podido vivir tantos años sin ese calor! ¡Sin esa suavidad! "Por una mirada un mundo; por una sonrisa un cielo; por un beso... ¡Yo no sé que te diera por un beso!" los versos de Bécquer se amontonaron en mi cabeza, en mi sangre, en mi corazón.
De esta forma partió mi más grande (quizá la única) historia de amor. Con ella empecé a vivir el amor de verdad. Pero, como sabiamente dice el capítulo final del Quijote, las cosas humanas no son eternas y van siempre en declinación hasta llegar a su fin último, esta historia también tendrá su fin. Pero de eso, hablaré, en el siguiente capítulo.

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