Capítulo VIII: "El largo adiós" (segunda parte)


Dicen que los polos opuestos se atraen. Quizá esta máxima de la sabiduría popular sea de los más correcto, pero el atraerse, el llamarse la atención no es suficiente. A veces, el complemento no alcanza para hacer de una relación algo pleno, duraredo, feliz. 
Nunca sabré a ciencia cierta cuánto fue mi culpa y cuánto la de ella en el término de nuestra relación. O cuánta culpa tuvieron agentes externos a nosotros dos. Tal vez de nada importa saberlo; aunque nos duela, si de algo estamos seguros, es que no podemos modificar el pasado: solo nos queda arrepentirnos de lo que hicimos o no.
Ella era un torrente. Yo un pequeño arroyo.
Ella era energía desbordada. Yo, una lámpara mortecina.
Ella era risa. Yo la melancolía.
Ella sería el futuro. Yo anhelaba el pasado.
Ella era la vida.
De la manera más dolorosa es como aprendí(mos) esta lección: No basta con el amor. Claro, se puede intentar, estirar la cuerda hasta donde más dé, pero tarde o temprano, terminará por romperse. Dos personas que quieren acompañarse en el camino necesitan ver el mundo, si bien no igual, al menos algo parecido.
Sobrevino la rutina. Los llamados por cumplir. Las salidad porque había que salir. El tiempo era escaso y de mala calidad. Ambos fallamos.
Y entonces, los silencios. 
Los adioses fríos.
Quizá yo también ya estaba muy herido, muy roto para amar como se debía. Para entregarse por entero. Me falta madurez, tal vez capacidad de aceptar la realidad. 
De pronto, todo era negro. Ya no había pequeñas alegrías que te permitieran soportar el día a día. La salud falló, los pensamientos umbríos de agolpaban en mi cabeza. No quería más. 
"Ahora comprendo cuál era el ángel que entre nosotros pasó..." 
Hablamos para no hacernos mal. No hacernos tadavía más daño. ¿Qué hace uno con los años? ¿Dónde guarda los recuerdos, las fotos, las salidas, las primeras veces?
Podíamos estar cometiendo un error. Podíamos estar dando un salto al vacío. Podíamos estar desperdiciando, quizá, la última oportunidad. Pero ya era tarde y se había caído la última hoja del árbol que alguna vez quisimos ver crecer juntos.
¿Lloramos? Lloramos. Y mucho.
Nos abrazamos. Nos besamos por última vez. Nos despedimos.
Lo más tranquilo que pude, cojeando aún por una caída de días anteriores, la fui a dejar por última vez a la micro. Las calles estaban agrietadas. Aún había escombros del terremoto por todos lados. Eramos dos seres solos caminando entre ruinas, entre sombras, en la noche de marzo.
Un último beso.
La micro que se perdía en la oscuridad.
Y yo solo, otra vez, sentado en el paradero, cantando muy despacio: "Ahora comprendo en total, este silencio mortal, ángel que pasa, besa y te abraza... ángel para un final".

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