Un viernes de estos...



Como todos los viernes, llegó al parque y se sentó en el mismo escaño verde de todos los viernes. La tarde comenzaba a declinar, pero la luz aún era intensa y la canícula había dado paso a una fresca brisa que alegraba a los transeuntes. Le gustaba el parque y su frescura. Le gustaba su verdor entre tanto tráfico, ruído y cemento. Le gustaba porque era uno más entre tantos otros. 
Hacía ya meses que había adoptado la rutina de sentarse en ese mismo escaño todos los viernes. La oficina se vaciaba rápido los viernes, todos salían más temprano y más felices los viernes. Todos menos él, claro está, que por los medios que fuera, intentaba retresar su salida. Cuando ésta se hacía inevitable, tomaba sus cosas y salía procurando ser visto por las menos personas posibles, para evitar las invitaciones que podrían hacerle, que el sabía eran bien intencionadas, pero solo hechas por buena educación o lástima. 
Caminaba el trecho entre la oficina y el parque, que no era poco, pero tampoco mucho. La primera vez, llovía y hoy hacía mucho calor. Los árboles estaban verdes y la gente se refrescaba en la fuente. Los vendedores de helados o mote con huesillos se hacían su América en el parque, y eso le gustaba. Le gustaba ver a los perros que la gente de los edificios aledaños sacaba a pasear. Perros que jugaban con los niños, con pelotas, con botellas plásticas vacías. 
Junto con la aparición de la primera estrella, se encendieron los faroles. Los colores se tornaron anaranjados y los niños dieron paso a jovenes y adultos. Los miraba pasar. Los veía sentarse en los demás bancos del parque. Algunos hablanban, otros, no perdian el tiempo y se besaban como si de ello dependiese su existencia. 
Una viejecilla encorvada se sentó a su lado, pidiendo permiso. Él se alegró, porque aunque no era lo que buscaba, era alguien para conversar. La señora no alcanzó a estar dos minutos en el escaño, pues la perrita que paseaba, que parecía ser tan vieja como su dueña, se alejó demasiado. No regresó a terminar la conversación. 
Al rato, una pareja de mendigos, arrastrando un carro de supermercado, se plantó frente a él. Era nun hombre y una mujer. Ella cantó una extraña canción de despecho, casi gritando, pero con emoción. Le pideron una moneda y él se las dio. Le agradecieron y le desearon lo mejor. Nuevamente se quedó solo.
La noche avanzó sin mayores sobresaltos. Entonces, una bella mujer madura se sentó a su lado. Extrajo un cigarrillo de su cartera y comenzó a fumar con placer. De reojo, comprobó que tenía unos hermosos ojos claros, aunque no pudo precisar su color. Un perfume recóndito lo invadió, que al mezclarse con el humo del cigarro, no le pareció nada mal. De pronto, se puso de pie con rapidez y caminó unos paso hasta abrazarse con un hombre que salía del edificio próximo, cruzando la calle. Luego se besaron y se sentaron frente a él. Los miró, los vio reirse, los vio tormarse las manos y besarse y fumar y besarse. Luego, se perdieron en la oscuridad, hacia el centro.
Miró su relojo y vio que ya eran casi las diez. Era mejor tomar el metro pronto. Se puso en marcha pensando en el próximo viernes, pues si bien la experiencia le decía que era inútil, la esperanza le seguía atenazando la razón, haciéndole creer que un buen viernes ella, la mujer tan solitaria y con tanto amor para dar como él, se sentaría en su escaño verde, un viernes de estos.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
(Tomaba sus cosas y salía procurando ser visto por las menos personas posibles, para evitar las invitaciones que podrían hacerle, que el sabía eran bien intencionadas, pero solo hechas por buena educación o lástima.):S Esta historia tomaría un vuelco de 180 grados, si nuestro protagonista, dejara de ver a sus semejantes, como una wea nebulosa, y mariconamente educada.sino como amigos, ¿o es que acaso nuestro protagonista no tiene amigos?. Post scríptum: si pensaste que mi comentario fue impulsado por la "lastima" déjame completarlo con mi "buena educación"... escribes genial amigo! :D

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