Tu reflejo en el metro


"...Y quizás el amor no es más que eso:
una mujer o un hombre que desciende de un carro
en cualquier estación del Metro
y resplandece unos segundos
y se pierde en la noche sin nombre".

Óscar Hahn. 


Subes al vagón con la esperanza de encontrarla. La misma esperanza de hace meses. Cuando te vio. Cuando la viste. Pasas y repasas la mirada sobre las cabezas de los pasajeros, hombres, mujeres y niños. Todos cansados, todos igualmente grises, con su vista extraviada en las pantallas luciferinas de sus móviles que ya se han vuelto una extensión de su propio cuerpo. Una prótesis social.

Pero no. No está. Entonces la esperanza se sumerge en un pozo profundo... y, nuevamente, asoma otra vez su pequeña cabeza hermosa: ¡Aún puede que suba en alguna estación! La esperanza, pequeña embustera, siempre se las arregla para sobrevivir.

Y esperas a la mujer de ojos verdes que una buena noche, simplemente, tomó tu mano y te preguntó por esa tristeza sempiterna de tu rostro. Tú no lo esperabas. Te sorprendió sentir esa tibieza de una mano envolviendo la tuya. No sabías que responder y te quedaste clavado en las pupilas verdes y acuosas de esos ojos, los más bellos que habías visto, pensaste. Y como un rayo, el tren se detuvo en una estación demasiado próxima y ella te besó la mejilla, soltó tu mano y descendió envuelta en el mismo misterio nocturno con que apareció. Y tú, tonto de capirote, bestia sombría, no atinaste a bajarte y perseguirla, no atinaste a hablarle, a preguntar su nombre. No atinaste a la acción. 

Las puertas se cerraron. Con tu mirada alcanzaste su última visión, su última noción. Y en la oscuridad de la noche que se metió por todas las ventanillas, solo quedó el reflejo de tu cara de idiota, con la boca entreabierta, y en la punta de tu lengua, las palabras que no fuiste capaz de pronunciar.

Ya van uno meses desde entonces. Y la esperanza aún te comprime las fibras latientes y te impulsa a seguir buscándola en las estaciones, en los coches atestados, en la noche profunda y solitaria de los hombres como tú, que no tienen un lugar en el mundo donde echar a descansar sus penitentes almas.

No. No hubo suerte. No esta noche. Tampoco esta noche. Viajas con la cabeza gacha, para concentrarte más en el recuerdo de la tibieza de su mano. Recuerdos que ocurren en un lugar más feliz que donde te encuentras en la realidad. Entonces, solo unos instantes antes de bajar, antes de llegar a tu estación, ves otra vez tu reflejo sobre el cristal de la puerta. Tu reflejo en el metro. Y lo sabes, sí que lo sabes. Ese reflejo será lo único que hallarás, por más que busques, en cada coche, en cada estación, en cada noche profunda donde hombres como tú nunca encontrarán un mísero lugar donde reposar sus macilentas almas derrotadas.


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