Capítulo III: "Montserrat y los piojos mineros"



Corrió mucha agua bajo el el puente hasta verme en séptimo básico. Muchos de quienes me conocen hoy, o me conocieron en el liceo o la universidad, no me habrían de reconocer en el mocoso insoportable que fui. Y sí, era algo así como el alma de la fiesta, el payaso del curso. Inteligente, al menos, puedo decir en mi defensa. Para ese entonces, mi mamá pasaba en la oficina del padre rector, del inspector general o en entrevista con mi profesora jefa, a quien cariñosamente llamábamos "Histérica" Oñate, paisolalia que buscaba dotar de más sentido a su verdadero nombre; Erika.
Como quien no quiere la cosa, un buen día, me di cuenta de que mis compañeras de curso tenían más atributos que las trenzas que solía tirar, los bigotes con los que solía hacer chistes o los horribles frenillos con que las denostaba tan a menudo. Recuerdo que mientras ellas hacían educación física, nosotros teníamos Educación técnico manual con el temido profesor Perro Muñoz, que el Señor tenga en su Santo Reino. Sentado en esas incómodas bancas del taller, tenía la visión del patio a través de los ventanales y de pronto, como salida de no sé donde, una de mis compañeras vestida solo con una diminuta y ajustada polera blanca y unas calzas cortas que dejaban ver sus formas como nunca antes las imaginé... Ese día, las mujeres junto a Mega Man y Super Mario ocuparon un espacio importante en mi cabeza.
Incluso una que había sido mi compañera y amiga desde segundo básico: Monteserrat. Ya no podía verla igual que antes... todo lo que antes era para mí motivo de burlas, ahora me gustaba. Ella era ante todo, colorina. Tenía el pelo anaranjado y largo, con un rostro pálido y lleno de adorables pecas cobrizas. Yo le decía "La Codelco" "Chuquicamata", "Zanahoria" "Paila de gitano" y además le decía que tenía "piojos mineros" ... idiota de mí...
Pero ahora su pelo me parecía maravilloso bajo la luz del sol, o de los zumbadores tubos fluorescentes. Sus pecas ya no eran paraderos de moscas, sino maravillosas manchitas de ángeles y, cosa rara, me gustaba su compañía casi tanto como la de mi amigo Marciano Espíndola, con quién le hacíamos la vida a cuadritos a los profesores y compañeros.
Pero como yo era demasiado "inteligente" para perder mi tiempo en fistas en lugar de jugar Nintendo, leer o aprender Basic junto a mi hermano, fui desperdiciando todas las oportunidades de sociabilización normal que la vida me fue poniendo por delante, aunque reconzco que pensaba a menudo en cómo declararle mis sentimientos a Montserrat. Por supuesto que yo imaginaba algo absolutamente Hollywoodense, con música de fondo y efectos especiales, y yo con esmoquin y ella con un vestido brillante, largo y escotado. Eso sí, nada de besos... muchas bacterias... ¡qué pedazo de idiota que era!
Así llegué a octavo básico y al final de ese curso y al paseo de despedida. Era la ocasión propicia y necesaria después de casi dos años... superaría los nervios y el dolor de guata y el confesaría mi amor junto con una caja de bombones que tenía en mi mochila. La noche del primer día, junto a la fogata, mis compañeros cantaban. La busqué con la vista, pero solo veía a mis otros compañeros, la profe jefa y algunos de los apoderados que nos acompañaban. Caminé hacia una zona más boscosa del lugar y, detrás de un árbol, la vi besándose apasionadamente con el hermano de una compañera que venía de acompañante y tenía tres años más, es decir, 16. Al verse interrumpidos por mi presencia, ella solo me saludó con la mano y el me miró con desprecio y siguieron con lo suyo. Y yo a lo mío: me encerré en la pieza a comer bombones.
Para colmo de males, me tocó compartir la habitación con otros cuatro compañeros y el susodicho hermano de mi compañera, el cual se fue a acostar después de las dos de la mañana... lo sé porque no me dormí hasta verlo entrar con una sonrisa socarrona y silbando a la pieza.
Durante el desayuno le comenté a mi amigo Mauricio "Marciano" Espíndola la situación y le prometí que no me volvería a enamorar. Cómo si eso fuese posible... al menos era fin de año y como solo llegaba hasta octavo el colegio, no la vería nunca más.
Pero la vi, doce años después, a lo lejos. Yo iba arriba de una micro y por la vereda iba ella. Había engordado muchísimo (menos mal que no le di los bombones), usaba unos enormes anteojos "poto de botella" y un suéter blanco con cuello que le valía para coronarla la reina Nerd del lugar. Pero su maravilloso pelo colorín y su trenza para piojos mineros seguía igual. Y mientras la micro se ponía en marcha otra vez, desee haber sabido que se sentía haber acariciado, aunque solo fuese una vez, ese maravilloso cabello cobrizo.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
romanticón... por desgracia, las colorinas que he conocido, siempre han sido antipáticas...

pero me gustó eso de esperar tanto tiempo, porque me siento acompañada en esa angustia...

besos, minero socavador!

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